20 junio 2022

LA MELANCOLÍA

 

Arq. Vicente Vargas Ludeña

La reciente muerte de un amigo-condiscípulo y colega, me dejó perplejo. La muerte no tiene plazos, cronogramas o planes. Ella pertenece al dialéctico e inequívoco universo de la materia. Es nuestra conciencia, ahí, en el mundo de las emociones y sentimientos. La idea de la muerte nos persigue y somos víctimas de nuestros propios pensamientos; son temores y engendros de la imaginación.

Mi aproximación al debate sobre la melancolía, viene desde las poéticas. No de la ciencia. Tal vez de la historia de una y mil pesadumbres del ser, que testimonia el tiempo. No hay, no existe sujeto que no haya caído en las oscuras cavernas de las retorcidas emociones, unas más agresivas que otras: ira, miedo, asco, felicidad, tristeza, sorpresa, ansiedad, amor, depresión, orgullo, vergüenza, envidia, nostalgia, orgullo, melancolía…

Ya advertía Jorge Luis Borges, que, con las inspiraciones del tango se debería acopiar una enciclopedia: del amor, tristeza, nostalgia y melancolía; que sea un himno a la vida y al tormento del hombre. Del mismo rincón de las poéticas, mencionemos al polifacético Humberto Eco, y su compleja evocación religiosa en su obra literaria: “El nombre de la rosa”; cuya estructura filosófica, es moral, religiosa, nostálgica y por supuesto, recurre a la melancolía: cuyo monasterio está plagado de silencio. La risa no es afán de la comunidad religiosa, es antagónica al misterio del universo, de los hombres y de Dios.

De los síntomas de la melancolía, la desesperanza es el más violento, más trágico y más apesadumbrante; mucho más que el resto, no puede expresarse sino negativamente, como es la privación de toda felicidad, imposible de sobrellevar. ¿Por lo tanto, quién puede sufrir un espíritu herido? Imaginarse, como pueda con: el miedo, tristeza, furia, pesadumbre, pena, terror, ira, consternación, lividez, tedio, fastidio, etc., no es suficiente, se queda muy corto, no hay lengua que pueda expresarlo ni corazón que pueda concebirlo.

En el pasado se distinguía, melancolía, tristeza o nostalgia. La melancolía es el carácter inalienable de todo mortal. Los anatemas de estas contradicciones, y muy divulgadas: “Por una gota de miel, debemos ingerir una cantidad de ámbar; por una copa de placer, una fuente de dolor; hemos de medir nuestras alegrías por centímetros, y nuestras tristezas por metros”. Así como la hiedra se adhiere a la pared, así las desdichas, forman el inseparable cortejo de nuestras vidas.  

Muchas personas inclinadas a los sentimientos religiosos, se comportan como si creyeran que estar alegre es un crimen. Imaginan que la religión sólo consiste en mortificaciones o en negarse el más mínimo gusto, incluso las más inocentes diversiones. Su aspecto es perpetuamente lúgubre, y la más profunda melancolía hace presa en sus mentes. A la larga, los proyectos más claros se desvanecen, todo adquiere una apariencia fúnebre, y aquellos mismos objetos que debieran producir alegría no producen sino disgusto. La propia vida se convierte en una carga, y el infeliz desdichado, persuadido de que ningún mal puede compararse a lo que él siente, frecuentemente pone fin a su miserable existencia.

La religión, lo sobrenatural, la melancolía son la enfermedad y otros anexos que han estado importantemente relacionados con lo religioso y otras manifestaciones espiritistas o demoníacas. El cine explotó por mucho tiempo la Posesión Demoníaca del sujeto. Para liberarlo de los demonios la presencia del sanador, un sacerdote, debería exorcizar al enfermo.

La nostalgia también asume la categoría de un síndrome clínico. Ocupa el dolor por el perdido encanto de la tierra natal. Su origen griego lo expresa “nostos”, retorno al lugar; y “algos” significa sufrimiento, dolor, tristeza; deseo de volver. La nostalgia revela una melancolía continuada, pensamientos incesantes del ayer, del lugar y del amor. La nostalgia es debida esencialmente a un desorden de la imaginación y del recuerdo. Es el desangre de un amor frustrado e imposible.

He tratado de armar una narrativa sinóptica sobre los pesares que nos agobian eternamente. El inicio de este sinuoso camino lo hacía invocando la muerte de alguien, con el que, en los últimos años llevamos un nutrido dialogo virtual, a través del cual fui armando la esencia de su pensamiento y su “YO”. Siempre fue categórico en sus antagónicos argumentos a los míos. Siempre con altura y respeto. Fue un creyente religioso implacable: Jamás dudó de sus creencias. Más aún, atribuía ser beneficiado de algunas gracias otorgadas por Dios y su cohorte celestial. Lo mismo debatíamos sobre política, cultura o arte. Pocas veces, creo, coincidimos en algún tema. Pero aquél juego intelectual nos divertía; acercándonos a la vez. Mi desamparo a su frenesí negacionista; me dejaba sin argumentos, cuando negaba la pandemia y su parafernalia de sucesos: el origen, el tratamiento, la prevención, los finales, la mortandad universal; decía preferir el confinamiento total, a cualquier otra forma de prevención. En la tertulia que frecuentábamos, me lo imaginaba como siempre, sereno, parco, casi elitista; aunque no vital, tampoco asediado por la fatalidad. Su melancolía la llevaba por dentro.

Por una casualidad, marqué equivocadamente su número del celular, contestándome con premoniciones. Brevemente hablamos porque lo esperaban en una clínica que lo habían intervenido.

Ocho días después,  ya no estaba. Había muerto. Su melancolía, se esfumó también.