Arq. Vicente Vargas Ludeña
La reciente muerte de
un amigo-condiscípulo y colega, me dejó perplejo. La muerte no tiene plazos,
cronogramas o planes. Ella pertenece al dialéctico e inequívoco universo de la materia.
Es nuestra conciencia, ahí, en el mundo de las emociones y sentimientos. La
idea de la muerte nos persigue y somos víctimas de nuestros propios
pensamientos; son temores y engendros de la imaginación.
Mi aproximación al
debate sobre la melancolía, viene desde las poéticas. No de la ciencia. Tal vez
de la historia de una y mil pesadumbres del ser, que testimonia el tiempo. No
hay, no existe sujeto que no haya caído en las oscuras cavernas de las retorcidas
emociones, unas más agresivas que otras: ira, miedo, asco, felicidad, tristeza,
sorpresa, ansiedad, amor, depresión, orgullo, vergüenza, envidia, nostalgia,
orgullo, melancolía…
Ya advertía Jorge Luis
Borges, que, con las inspiraciones del tango se debería acopiar una
enciclopedia: del amor, tristeza, nostalgia y melancolía; que sea un himno a la
vida y al tormento del hombre. Del mismo rincón de las poéticas, mencionemos al
polifacético Humberto Eco, y su compleja evocación religiosa en su obra literaria:
“El nombre de la rosa”; cuya estructura filosófica, es moral, religiosa, nostálgica
y por supuesto, recurre a la melancolía: cuyo monasterio está plagado de silencio.
La risa no es afán de la comunidad religiosa, es antagónica al misterio del
universo, de los hombres y de Dios.
De los síntomas de la
melancolía, la desesperanza es el más violento, más trágico y más apesadumbrante;
mucho más que el resto, no puede expresarse sino negativamente, como es la
privación de toda felicidad, imposible de sobrellevar. ¿Por lo tanto, quién
puede sufrir un espíritu herido? Imaginarse, como pueda con: el miedo,
tristeza, furia, pesadumbre, pena, terror, ira, consternación, lividez, tedio,
fastidio, etc., no es suficiente, se queda muy corto, no hay lengua que pueda
expresarlo ni corazón que pueda concebirlo.
En el pasado se
distinguía, melancolía, tristeza o nostalgia. La melancolía es el carácter inalienable
de todo mortal. Los anatemas de estas contradicciones, y muy divulgadas: “Por
una gota de miel, debemos ingerir una cantidad de ámbar; por una copa de
placer, una fuente de dolor; hemos de medir nuestras alegrías por centímetros,
y nuestras tristezas por metros”. Así como la hiedra se adhiere a la pared, así
las desdichas, forman el inseparable cortejo de nuestras vidas.
Muchas personas
inclinadas a los sentimientos religiosos, se comportan como si creyeran que
estar alegre es un crimen. Imaginan que la religión sólo consiste en
mortificaciones o en negarse el más mínimo gusto, incluso las más inocentes
diversiones. Su aspecto es perpetuamente lúgubre, y la más profunda melancolía
hace presa en sus mentes. A la larga, los proyectos más claros se desvanecen,
todo adquiere una apariencia fúnebre, y aquellos mismos objetos que debieran
producir alegría no producen sino disgusto. La propia vida se convierte en una
carga, y el infeliz desdichado, persuadido de que ningún mal puede compararse a
lo que él siente, frecuentemente pone fin a su miserable existencia.
La religión, lo
sobrenatural, la melancolía son la enfermedad y otros anexos que han estado
importantemente relacionados con lo religioso y otras manifestaciones espiritistas
o demoníacas. El cine explotó por mucho tiempo la Posesión Demoníaca del
sujeto. Para liberarlo de los demonios la presencia del sanador, un sacerdote, debería
exorcizar al enfermo.
La nostalgia también asume
la categoría de un síndrome clínico. Ocupa el dolor por el perdido encanto de
la tierra natal. Su origen griego lo expresa “nostos”, retorno al lugar; y “algos”
significa sufrimiento, dolor, tristeza; deseo de volver. La nostalgia revela
una melancolía continuada, pensamientos incesantes del ayer, del lugar y del
amor. La nostalgia es debida esencialmente a un desorden de la imaginación y
del recuerdo. Es el desangre de un amor frustrado e imposible.
He tratado de armar una
narrativa sinóptica sobre los pesares que nos agobian eternamente. El inicio de
este sinuoso camino lo hacía invocando la muerte de alguien, con el que, en los
últimos años llevamos un nutrido dialogo virtual, a través del cual fui armando
la esencia de su pensamiento y su “YO”. Siempre fue categórico en sus antagónicos
argumentos a los míos. Siempre con altura y respeto. Fue un creyente religioso
implacable: Jamás dudó de sus creencias. Más aún, atribuía ser beneficiado de
algunas gracias otorgadas por Dios y su cohorte celestial. Lo mismo debatíamos sobre
política, cultura o arte. Pocas veces, creo, coincidimos en algún tema. Pero
aquél juego intelectual nos divertía; acercándonos a la vez. Mi desamparo a su
frenesí negacionista; me dejaba sin argumentos, cuando negaba la pandemia y su
parafernalia de sucesos: el origen, el tratamiento, la prevención, los finales,
la mortandad universal; decía preferir el confinamiento total, a cualquier otra
forma de prevención. En la tertulia que frecuentábamos, me lo imaginaba como
siempre, sereno, parco, casi elitista; aunque no vital, tampoco asediado por la
fatalidad. Su melancolía la llevaba por dentro.
Por una casualidad,
marqué equivocadamente su número del celular, contestándome con premoniciones. Brevemente
hablamos porque lo esperaban en una clínica que lo habían intervenido.
Ocho días después, ya no estaba. Había muerto. Su melancolía, se
esfumó también.